Los Caballeros Templarios

En el año 1095, el Papa Urbano II decide intervenir directamente en Tierra Santa, convocando una cruzada con el objetivo de garantizar la seguridad de los peregrinos al sitio, seguridad que estaba resultando muy dudosa por el descontento musulmán. En una maniobra que parece más política que religiosa, se auxiliaba al Imperio Bizantino, que había solicitado apoyo debido al constante asedio turco, mientras a la vez se ponía fin a muchas luchas internas en distintos lugares de Europa y unía a cristianos bajo una misma bandera, la Cruz.
Tras varias batallas, en 1099 la Primera Cruzada finalizó tomando Jerusalén, dominada por Balduino I. Años después, en 1119, nueve caballeros cristianos al mando de Hugo de Payns comenzaron a velar por la seguridad de los peregrinos que viajaban a Tierra Santa, en un principio solos, pero luego apoyados y sustentados por el rey, que no disponía de muchos recursos para proteger los caminos.
Se les concedió un lugar donde establecerse cerca del antiguo templo de Salomón y algún tiempo después acabarían disponiendo de todo el complejo como sede que daría nombre a la orden. Tras muchos y largos trámites eclesiásticos, la orden fue aprobada formalmente por la Iglesia en 1129, momento en el que se escribieron sus normas y reglas, tras lo cual experimentó progresivamente un importante aumento, tanto de bienes y propiedades como de efectivos en sus filas.
Este desmesurado crecimiento material se debía a varias razones. Una norma aprobada en
1039 les excluía de la jurisprudencia, tanto civil como eclesiástica y únicamente el Papa tenía autoridad sobre ellos. Además de los testamentos y donativos que recibían, también estaban las grandes fortunas de los nobles que entraban a formar parte de la orden. El excedente de las propiedades como granjas y enmiendas era también un fuerte sustento económico. Alrededor de 1220 ya era la fuerza económica más importante de Europa, y también contaban con unos 30.000 caballeros, sin contar con el resto de personal de la orden.

En la península Ibérica se establecieron durante el siglo XII, primero en Cataluña, Aragón y Navarra y posteriormente en Castilla y León. Tenían a su cargo la defensa de las fronteras y participaron en numerosas expediciones contra los musulmanes (conquista de Lérida, Tortosa, Cuenca, Valencia, Mallorca, batalla de las Navas de Tolosa, etc...). A la muerte de Alfonso I el Batallador fueron nombrados herederos, junto con otras órdenes militares del reino de Aragón; a cambio de su renuncia a la herencia recibieron diversas fortalezas.

El éxito de los Templarios a nivel moral se encuentra muy vinculado a las gestas que realizaron durante el resto de Cruzadas, lo que les dio fama mundial. La pérdida de Tierra Santa fue el principio del fin de la orden, añadido a los recelos que causaban entre las altas esferas debido a su poder y secretismo.
En Francia, como ya lo habían sido de los peregrinos, los templarios se habían convertido en banqueros de los reyes. Esto les reportó grandes riquezas.
Felipe IV de Francia, que estaba muy endeudado con la Orden, comenzó una campaña de desprestigio con el objetivo de adquirir las posesiones templarias, de modo que empezó a presionar al Papa Clemente V. En 1307 el último gran maestre de la orden, Jacques de Morlay y otros 140 templarios fueron arrestados, torturados y posteriormente quemados en la hoguera. Antes de ejecutarlos se les obligó a confesar falsos crímenes y herejías y de ese modo consiguieron manchar la imagen de toda la orden. En 1312 tras ser considerados inocentes en el concilio de Vienne, el Papa Clemente V reinició el proceso y disolvió la Orden oficialmente.
El rey francés se apoderó de sus bienes mobiliarios, aún entregando sus posesiones a los hospitalarios. En los otros países europeos las acusaciones no prosperaron, pero, a raíz de la disolución de la orden, los templarios fueron dispersados, y sus bienes pasaron a la Corona (Castilla), a otras órdenes militares ya existentes (Aragón y Cataluña) o a órdenes de nueva fundación (Montesa en Valencia y de Jesucristo en Portugal).

La mayoría de expertos coinciden en que fue la codicia de algunos gobernantes de la época lo que propició la destrucción la orden, y no los supuestos actos de herejía.

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